
En la antesala de las elecciones presidenciales, a menos de una semana del día crucial, el panorama que se vislumbra en las calles está cargado de una incertidumbre que se ha convertido en el pesado manto que envuelve a la sociedad. En este clima de aprehensión, la población se encuentra dividida entre el escepticismo, el miedo y la imperiosa necesidad de un cambio que hasta ahora ha resultado esquivo.
La desesperanza se cierra sobre la población que, al mirar hacia el futuro, se debate entre las sombras de un pasado económico adverso y la ilusión de un resurgimiento. ¿Es posible confiar en aquellos que han sido responsables de uno de los peores momentos económicos de la historia del país para liderar el camino hacia la recuperación? Esta pregunta resuena en la mente de muchos, generando divisiones profundas y debates encendidos.
Por un lado, se encuentra aquel sector de la sociedad que, abrumado por el temor a perder las ayudas estatales a las que se ha acostumbrado, ve en el candidato asociado a esta asistencia la tabla de salvación. Este apoyo, motivado por la necesidad y el miedo a la pérdida de un respaldo económico, crea una dinámica polarizada que resuena en las conversaciones cotidianas y en la percepción general de la ciudadanía.
Mientras tanto, otro segmento de la población se sumerge en la desconfianza, cuestionando si aquellos que fueron actores principales en un período económico desfavorable tienen la capacidad de liderar el país hacia una nueva etapa. La duda se instala en el corazón de quienes, movidos por la desesperación, buscan un cambio, pero titubean ante la incertidumbre de lo que podría deparar el futuro.
Argentina, en su conjunto, parece transitar por un camino embarrado, un trayecto lleno de obstáculos que amenazan con socavar las mismas bases de la sociedad. La pobreza se ha convertido en una presencia constante, extendiéndose de norte a sur, de este a oeste, como un flagelo que no distingue geografías ni clases sociales. Los estragos de esta realidad se reflejan de manera cruda en la infancia, donde la falta de elementos básicos para el desarrollo se presenta como una herida abierta que amenaza con dejar cicatrices imborrables.
Los adolescentes, muchas veces ignorados en medio de las discusiones políticas, sufren las consecuencias de un sistema educativo deficiente que les niega las herramientas necesarias para forjar un futuro promisorio. La falta de oportunidades de trabajo azota a los jóvenes, creando un caldo de cultivo para la desesperanza y la frustración.
Los adultos, por su parte, se encuentran atrapados en un círculo vicioso donde la posibilidad de construir o comprar una vivienda se presenta como un sueño lejano e inalcanzable. La realidad de los adultos mayores, aquellos que deberían estar disfrutando de una jubilación digna, se tiñe de carencias básicas, como la frecuencia con la que pueden acceder a alimentos de calidad.
La lista de falencias se extiende como un manto sombrío sobre la nación. La educación claudica, la salud se resiente, el bienestar de la sociedad se ve amenazado, y la infraestructura, lejos de ser un pilar sólido, se muestra frágil y desgastada. Podría dedicar páginas y páginas a detallar cada uno de los problemas que aquejan a nuestra amada Argentina, pero en el centro de este sin fin de dificultades, una pregunta persiste: ¿qué han hecho los políticos para cambiar esta realidad?
La vorágine electoral parece ser el epicentro de la acción política, una danza donde los contendientes invierten fortunas en campañas que podrían ser redirigidas hacia soluciones concretas. El gasto desmedido en estrategias electorales deja entrever una prioridad desviada, una desconexión con las necesidades apremiantes de la población. En lugar de construir rutas o mejorar las que tanto lo necesitan, de erigir viviendas que alivien la carga de tantos argentinos, el enfoque parece centrado en la obtención de votos, como si la victoria electoral fuera un fin en sí mismo.
Este circulo vicioso se repite elección tras elección. La derrota electoral no significa una retirada del escenario político, sino más bien el inicio de una nueva fase donde los partidos de oposición se embarcan en una labor obstaculizadora, con la esperanza de que el gobierno elegido falle para así capitalizar el descontento en la siguiente contienda electoral. Esta mentalidad de confrontación constante, donde el bienestar del país pasa a un segundo plano, plantea serias dudas sobre la capacidad de la clase política para gobernar con la mirada puesta en el bien común.
A lo largo de los años, fui testigo de innumerables ciclos electorales, de urnas, boletas y caras que, lamentablemente, se repiten con frecuencia.
La calle refleja la desesperanza que se ha apoderado de la sociedad, un cansancio palpable que proviene de remar contra corriente, de luchar contra molinos de viento en una especie de quijotismo colectivo. Mientras el pueblo carga con el peso de las dificultades cotidianas, la clase política parece más enfocada en ganar elecciones que en abordar los problemas estructurales que aquejan al país.
Sin embargo, a pesar de la desilusión acumulada, una vez más nos dirigiremos a las urnas el próximo domingo. Esta vez, lo haremos con una mezcla de alegría, ilusión y esperanza, conscientes de que el resultado puede marcar un nuevo capítulo en la historia de nuestra nación. Sea cual sea el candidato que prevalezca, la súplica es clara: por piedad, que el carro de la Argentina comienza a avanzar.
En este momento crucial, la responsabilidad recae tanto en los hombros de aquellos que aspiran a liderar como en los ciudadanos que depositan su confianza en las urnas. La construcción de un futuro próspero y equitativo exige un compromiso real con las necesidades de la población, un desprendimiento de la lucha partidista constante y una visión a largo plazo que trascienda el ciclo electoral.
Es imperativo que la política deje de ser un mero instrumento de poder y se convierta en una herramienta efectiva para el progreso. La inversión en educación, en salud, en infraestructura, no debería ser una promesa de campaña, sino una acción continua que refleje un compromiso genuino con el bienestar de la sociedad. Es hora de que los líderes políticos dejen de ser meros actores en una obra teatral y se conviertan en arquitectos del cambio real.
En este proceso electoral, los ciudadanos tienen un papel fundamental. Más allá de las diferencias ideológicas y las lealtades partidistas, es el momento de exigir transparencia, responsabilidad y compromiso con el interés público. La participación ciudadana va más allá del acto de votar; implica mantener una vigilancia constante sobre los actos de quienes ocupan cargos públicos y exigir respuestas concretas a los problemas que afectan a la sociedad.
La Argentina, a pesar de sus desafíos, es una tierra de esperanza y resiliencia. En cada rincón del país, hay historias de superación, de personas que, a pesar de las adversidades, trabajan incansablemente por un futuro mejor. Estas historias son la verdadera esencia de la nación, y es hora de que la política refleje esa misma determinación y voluntad de construir un país próspero para todos.
Darío Echazarreta